Hoy
la Religión Cristiana, con particular referencia a
la Iglesia Católica y a las Iglesias Protestantes
históricas, se encuentra en una crisis grande. Es una suerte de
agonía, lánguida y progresiva, nada heroica ni estimulante, que
viene acentuándose desde hace varias décadas y que no parece
detenerse. Es una crisis muy profunda y extendida, que abarca
prácticamente todos los aspectos o dimensiones de la vida eclesial.
En efecto:
-
Están en crisis las creencias que enseñan las Iglesias, muchas de
ellas incompatibles con los conocimientos científicos y las
elaboraciones filosóficas modernas.
-
Está en crisis la ética que pregonan las Iglesias, que poco se
practica entre los cristianos, y que se manifiesta en el
distanciamiento creciente entre las costumbres y valores que
predominan en la sociedad, y los enunciados cristianos relativos a la
sexualidad, la familia, la economía y la política.
-
Está en crisis el sentido espiritual de las Iglesias. Los buscadores
espirituales buscan inspiración y guía mirando al oriente, al
budismo, el taoísmo, etc. y no en las espiritualidades y místicas
cristianas.
-
Está en crisis la institución eclesial, sus estructuras
jerárquicas, pero también sus formas organizativas, sus
burocracias, sus jerarquías, el sacerdocio.
-
Está en crisis la acción de las Iglesias en el mundo. La doctrina
social de la Iglesia Católica y las enseñanzas sobre la economía,
el Estado y la política de las Iglesias Protestantes, han dejado de
ser referente importantes para los empresarios y los gobernantes; las
concepciones cristianas de la vida están cada vez más ausentes en
la literatura, el cine, la TV y los medios de comunicación, La
actividad real de las Iglesias a través de las instituciones
benéficas se encuentra cada vez más supeditada al Estado, o ha sido
reemplazada por éste.
En este contexto
de debilidad moral, intelectual y espiritual, las Iglesias son
objeto de acoso y persecución desde distintos frentes: a) por
fuerzas políticas ‘progresistas’ que rechazan su defensa de
la vida y promueven concepciones liberales sobre la familia y la
sexualidad; b) por poderes económicos y
políticos dominantes que no aceptan sus críticas al
capitalismo neo-liberal; y c) por gran parte de los medios
de comunicación que hacen eco de ambas tendencias.
Pienso
que para superar esta crisis de la Religión Cristiana y salvarse las
Iglesias del desastre, es necesario realizar cinco procesos que se
refieren a aspectos esenciales y constitutivos del cristianismo.
1.
Un primer proceso necesario se refiere a lo que suele llamarse “la
doctrina” cristiana. Se trata de realizar una profunda renovación
intelectual, una re-elaboración del mensaje de Jesús y los
Evangelios a la luz de los nuevos conocimientos científicos y
filosóficos. Los hombres de hoy han madurado, son adultos, necesitan
una fe de personas inteligentes y conscientes, que ya no aceptan las
creencias infantiles que durante mucho tiempo se predicaron a los
pueblos humildes e ignorantes.
Hay
que re-pensar las creencias sobre Dios y el mundo, sobre el hombre y
el alma humana, sobre el sentido de la vida y de la muerte, sobre la
relación entre las creaturas y el Creador, sobre la oración y los
sacramentos, sobre las llamadas “postrimerías”.
Se
trataría de re-pensar y de re-elaborar el mensaje de Jesús, que es
lo único que puede considerarse fundante de la doctrina y las
creencias cristianas. Esto debiera hacerse dialogando con las
filosofías, las ciencias, las religiones y las culturas
contemporáneas, y entendiendo que se trata de una búsqueda plural y
siempre abierta a nuevos desarrollos.
En
este sentido, Pablo es un ejemplo a seguir. En efecto, él fue el
primero en formular la fe cristiana como un conjunto de creencias
sobre los grandes misterios de la existencia, de la vida y de la
muerte, de la relación del hombre con Dios, etc. y en proponer esa
concepción del mundo a los hombres y sociedades de su tiempo. Lo
hizo en el lenguaje y considerando la cultura más avanzada de esa
época, cual era el helenismo y la cultura griega. Pablo re-elaboró
también las enseñanzas morales de Jesús, que él conoció sólo
indirectamente y con la mediación de los discípulos del Maestro,
que lo entendieron poco y nada.
Otro
momento histórico de re-elaboración intelectual del mensaje
cristiano lo inició Anselmo de Canterbury, que dio curso al
extraordinario proceso intelectual que alcanza su madurez en
Buenaventura, Alberto Magno, Tomás de Aquino y la
Escolástica. “La fe buscando intelección”, planteaba
Anselmo, considerado doctor de la Iglesia, que sostenía que la razón
debe dar cuenta de la fe, y que no puede aceptarse contradicción
entre la verdad revelada y lo que puede conocerse mediante el uso
recto de la razón. Él decía que es un deber cristiano tratar de
comprender racionalmente las verdades de la fe. Comprendió que el
cristianismo no tenía destino alguno si lo que enseñaba no se hacía
comprensible y aceptable para la razón humana, teniendo en cuenta
todos los descubrimientos de la ciencia y la filosofía. Con estas
ideas Anselmo dio origen al más grande desarrollo intelectual
cristiano, que permitió el más notable fortalecimiento de la
Iglesia, entre los siglos X y XV.
Con
sus luces y sombras, la Reforma Protestante constituyó un proceso
intelectual y moral que desafió aspectos sustanciales de las
creencias católicas tradicionales, y adelantó ideas y búsquedas
orientadas a hacer compatibles la doctrina moral cristiana y las que
en su tiempo eran las tendencias emergentes en la economía, la
política y la cultura modernas.
Actualmente,
un problema principal de los cristianos en general y de los católicos
en particular, es la falta de fe, de convencimiento sobre las
creencias de la religión. Durante mucho tiempo se obró en la
práctica con la idea de que la fe es una cuestión del corazón, una
adhesión emocional más que intelectual. Digo que así ha sido en la
práctica, porque entiendo que teológicamente se afirma que la fe es
una experiencia espiritual. Pero la experiencia espiritual es algo
que tienen pocas personas que siguen caminos de contemplación. Y
cuando se afirma que la fe es un don de Dios, no se asume aquello de
que “al que tiene, se le dará”, que dijo Jesús. La fe requiere
fundamentarse en la razón y en el intelecto, y ello supone
elaboración intelectual de las creencias, y también la defensa de
éstas frente a las negaciones supuestamente fundadas en las
ciencias. Pero esa defensa debe fundarse en la razón y sostenerse en
conexión a los conocimientos que las ciencias y la filosofía
continúan proporcionando a la humanidad.
Muchas
de las creencias que difunden las Iglesias cristianas no parecen
sostenerse frente a los nuevos conocimientos que la humanidad está
desarrollando. No digo que haya que negar creencias esenciales, sino
re-formularlas. Por ejemplo ¿cómo se sostiene el concepto del
pecado original frente al conocimiento científico de la formación
evolutiva de la especie humana? No es una cuestión secundaria,
teniendo en cuenta que el sentido de la redención operada por
Jesucristo en la cruz ha sido formulado en relación con el pecado
original de Adán y Eva que se trasmite de generación en generación
afectando a todos los seres humanos. Lo pongo sólo como un ejemplo
que ilustra la necesidad de re-pensar y re-formular aspectos
centrales de la doctrina cristiana.
2.-
Un segundo proceso necesario consiste en establecer una neta
separación entre las Iglesias y las instituciones políticas y
económicas que ejercen poder. Las Iglesias cristianas deben
renunciar al ejercicio del poder económico, político, institucional
y psicológico, dejando caer muchos elementos que a lo largo de
siglos han incrustado en la institucionalidad eclesiástica factores
de dominación, enriquecimiento y de vana honorabilidad, que son
contradictorios con el Evangelio.
Este
proceso crítico y de purificación debe ir paralelo a uno positivo
de reconstitución de la Iglesia, de las Iglesias cristianas, como
comunidad de comunidades, organizadas horizontalmente, y con mínimos
niveles de jerarquización, generados desde abajo hacia arriba.
La
misma distinción entre jerarquía, clero y laicado no es sustentable
en un mundo donde la distinción entre las élites y el pueblo está
siendo radicalmente cuestionada. Ello comporta, al nivel eclesial, un
cuestionamiento tanto de la la intermediación entre las personas y
Dios, que supuestamente ejercería el clero, como también la
superación del predominio machista y el relegamiento de la mujer a
labores secundarias y de apoyo.
Demás
está recordar que Pablo de Tarso fue un laico, bautizado pero no
consagrado sacerdote, que recibe la misión y autoridad de predicar a
Jesucristo y de propagar su mensaje, directamente de una experiencia
espiritual y no de una autoridad eclesiástica. Él mismo lo
explicita presentándose en estos términos: “Pablo, Apóstol
no por autoridad humana ni gracias a un hombre, sino por Jesucristo y
Dios Padre” (Gál.1, 1).
Toda
su actividad misionera estuvo centrada en crear y fortalecer
comunidades cristianas, en las cuales se preocupaba de orientar,
mantener la unidad y amor fraterno, y relacionar unas con otras.
Entender
y crear la Iglesia como comunidad espiritual implica terminar con esa
división entre clero y laicado que establece un orden jerárquico
exterior, y que no parece corresponder al proyecto de Jesús. Si
alguna distinción pudiera hacerse en las comunidades cristianas,
sería tal vez entre los dedicados intensamente a la misión, y los
que siguen caminos de santidad en el mundo, en el trabajo, en la
familia, en la ciencia, en el arte, en la política. Pero, todos
igualmente en camino y búsqueda de santidad, peregrinos unidos en
una comunidad de iguales. Los más avanzados abriendo camino,
enseñando y atrayendo a los que vamos más lentos.
Abandonar
la pretensión de evangelizar mediante el ejercicio del poder supone
dejar de concebir la Iglesia como una institución, y entenderla como
una comunidad, o más exactamente, como una comunidad de comunidades,
que se construye desde abajo hacia arriba, y desde cada comunidad
hacia los lados, horizontalmente.
3.-
El tercer proceso hoy necesario es re-leer los signos de los tiempos
y asumir el proyecto de una civilización solidaria (como necesidad y
tarea histórica actual de la humanidad), junto a todas las personas,
grupos, organizaciones y entidades que participan en su creación.
Que
el proyecto de las Iglesias y los cristianos sea crear una
civilización tiene antecedentes claros en Pablo y en los primeros
cristianos. San Clemente Romano (siglo I) en su Carta a los
Corintios, escrita la última década del siglo primero, se refiere
explícitamente a la Paideia de Dios, a la Paideia de Cristo, y la
pone en relación con la Paideia griega. La nueva Paideia aparece
también en las Epístolas paulinas (Efesios, VI, 4; Hebreos, 12,5; 2
Timoteo, 3, 14-16).
El
término ‘paideia’ ha sido mal traducido como “educación”.
En realidad el término griego Paideia se refiere a la suma de los
saberes, artes, leyes y costumbres, o sea, es el término antiguo de
lo que hoy llamamos civilización. (Ver Werner Jaeger, Cristianismo
primitivo y paideia griega). Según Jaeger, “Para Orígenes, la
Paideia es el cumplimiento gradual de la Divina Providencia. La
teología de Orígenes se basa en el concepto griego de Paideia en su
forma filosófica más elevada. Con ello se convierte para él en la
clave del problema de la verdadera relación entre la religión
cristiana y la cultura griega”.
Traducido
a nuestro tiempo, se trataría de asumir como propio en las Iglesias
cristianas, y participar activamente y con entusiasmo, en el
gran proyecto histórico de crear y desplegar una nueva civilización,
en cada localidad y territorio y a nivel planetario. ¿Cómo
podríamos no hacer nuestro el proyecto de una civilización de
personas y comunidades creativas, autónomas y solidarias? Es un
grandioso proyecto civilizador, pleno de sentido, que por cierto no
es exclusivo nuestro sino que, al contrario, está en curso por la
acción y las iniciativas de muchos grupos, y al cual podemos y
debemos sumarnos, contribuyendo con nuestras ideas, nuestros valores,
nuestra solidaridad, nuestra inteligencia y nuestro amor.
Es
interesante pensar que el Pantheon, templo dedicado a todos los
dioses y centro visible de la Paideia griega, fue construido en los
mismos años en que se escribían los Evangelios y cuando recién
comenzaba a hablarse de Jesús en Roma. Esa inscripción en el friso
del pórtico que dice: "Marcos Agripa, hijo de Lucio, cónsul
por tercera vez, lo hizo", es muy interesante. Agripa fue quien,
según se relata en los Hechos de los Apóstoles, escuchó a Pablo
cuando éste apeló al Cesar para ser juzgado como ciudadano Romano.
Recordemos que Agripa, después de escuchar el largo testimonio que
expuso Pablo en su defensa, respondió a la pregunta de éste si
creía en los profetas. Agripa contestó a Pablo: «Por poco, con tus
argumentos, haces de mí un cristiano.» Y Pablo replicó: «Quiera
Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, sino todos los que
me escuchan hoy, llegaran a ser tales como yo soy, a excepción de
estas cadenas."
Dos
siglos después, el Imperio Romano se encontraba en tremenda crisis,
dividido políticamente, decadente económicamente, con las antiguas
creencias abandonadas. Fue entonces que Constantino, llamado San
Constantino por las Iglesias Ortodoxas Orientales y por la Iglesia
Católica Bizantina Griega, comprendió la fuerza que estaba
adquiriendo el cristianismo y las virtudes que propagaba. Devenido
Emperador se declaró protector de los cristianos, orientó
paulatinamente el Imperio hacia la Iglesia, le dio libertad de culto
por medio del Edicto de Milán el año 313, legisló inspirado en la
moral cristiana, y participó en el famoso Concilio de Nicea el año
325. Es así que podemos decir que la Iglesia, primero contribuyó
decididamente a rescatar la antigua civilización Romana de la
decadencia, haciéndola durar todavía dos siglos y medio, hasta la
caída del Imperio Romano de Occidente el año 476. Y luego inspiró
y en cierto sentido presidió la Civilización Medieval, entre fines
del siglo V y fines del siglo XV, o sea, durante mil años.
Y
ahí la Iglesia quedó atrapada en las tramas y redes del poder,
perdiendo poco a poco el verdadero espíritu cristiano. Por eso en
adelante, buscando conservar los poderes y privilegios conseguidos,
no fue capaz de participar activamente en la creación y desarrollo
de la civilización moderna.
Lo
hicieron, en parte, las Iglesias surgidas de la Reforma protestante
en Europa, que se adaptaron mejor al espíritu del capitalismo y a la
lógica de los Estados modernos. Pero ellas pronto quedaron también
atrapadas en el entramado del poder económico y político de la
civilización moderna. Una civilización en que, no estando iluminada
por la fe, la esperanza y el amor, la economía se ha caracterizado
por el capitalismo competitivo y carente de solidaridad; la política
se concentró en las burocracias estatales y en los partidos
políticos que luchan por el poder; y el conocimiento y el sentido de
la vida fueron buscados al margen de la sabiduría y la
espiritualidad, quedando la ciencia limitada a lo que se observa con
los sentidos y se cuantifica matemáticamente, en una visión
naturalista y materialista del mundo.
Han
sido cinco siglos de una civilización moderna que ha mostrado
grandes realizaciones económicas, tecnológicas y científicas; pero
de muy baja tensión moral y espiritual. En esta civilización
moderna las Iglesias se han mantenido, en la medida que han mantrnido
las viejas instituciones educativas, las congregaciones religiosas,
las devociones a los santos, las peregrinaciones a los santuarios, y
las prácticas devocionales y litúrgicas, que florecieron durante el
medioevo; pero todo ello está cada vez más distantes de la vida
real de las personas y de las sociedades actuales. Esta civilización
moderna finalmente está colapsando, y se hace indispensable crear
una nueva y superior civilización.
Sí,
la tarea histórica del presente, que ya está en curso en diferentes
lugares aunque en pequeña escala, es la creación de una nueva
civilización, una civilización superior a todas las que han
existido. Implica construir un nueva economía, una nueva política,
una nueva cultura, nuevas ciencias, nuevas espiritualidades. Y en
todo ello, los cristianos y las Iglesias tienen un papel fundamental
que cumplir.
Jesucristo
es Verbo de Dios encarnado y viviendo en la historia. La Iglesia debe
despojarse de todo lo que la mantiene atrapada al pasado medieval, y
a la modernidad capitalista, estatista y materialista. Pero eso no
significa ponerse fuera de la historia. Al contrario, el
cristianismo, igual que el judaísmo, es una religión esencialmente
inmersa en la historia de la humanidad. El proyecto de Jesús no era
una Iglesia, sino el Reino de Dios construyéndose en la tierra, en
medio de la historia humana. Pienso que el Reino de Dios es el
proyecto de un civilización en que los atributos trascendentes de
Dios se hayan encarnado en las personas, en las actividades humanas y
en la sociedad.
Me
atrevo a pensar que si los seres humanos somos imagen y semejanza de
Dios, nuestra plenitud humana se cumple realizando aquello que nos
asemeja a Dios y que, desarrollándolo, nos aproxima a Él y nos une
con Él. ¿En qué somos semejantes a Dios? Ante todo, en el
conocimiento. Dios es omnisciente, conocedor de todo. Nosotros
queremos conocerlo todo, alcanzar el conocimiento del universo
material, de lo que somos nosotros mismos, del mundo humano en
sociedad, de la realidad espiritual, y del mismo Dios. En este
sentido, la plenitud es ser hombres y mujeres de conocimiento,
buscadores de la verdad. El Reinado de Dios es, entonces, una
civilización de personas y de sociedades de conocimiento, en
búsqueda de la verdad.
Dios
es Creador, y nosotros somos creativos, innovadores, constructores de
lo nuevo, creadores de obras, especialmente en el campo de las artes.
Creando lo bello, lo nuevo, lo mejor, los hombres y mujeres nos
hacemos crecientemente como es Dios, nos acercamos a Él, que en
cierto modo podemos decir que continúa la Creación a través de
nuestra propia creatividad. El Reino de Dios predicado por Jesús, es
una civilización de personas y de sociedades creativas,
realizadoras, laboriosas, de artesanos y de artistas.
Dios
es el ser absoluto, dice la filosofía. Absoluto significa que no
depende de nada, que vive en y por sí mismo. Pues bien, la forma
humana de esa cualidad de Dios es lo que llamamos autonomía.
Autonomía es lo contrario de la subordinación y la dependencia.
Autonomía es guiarnos por nosotros mismos. Autonomía es la forma
superior de la libertad. Si Dios nos quiere semejantes a Él y que
seamos su imagen en el mundo, significa que nos quiere libres en la
mayor plenitud posible, esto es, crecientemente autónomos. Así, el
Reino de Dios es una civilización de personas, comunidades y
sociedades libres y autónomas.
Dios
es amor. Pues, nosotros somos también amadores. Y amando desplegamos
en nosotros eso que nos asemeja y nos une a Dios. El Reino de Dios en
la tierra, en la historia es, pues, una sociedad de personas
solidarias, unidas en fraternidad.
Resumiendo,
entiendo que la nueva civilización que estamos comenzando a crear, y
que es la expresión actual del Reino de Dios, es una civilización
de personas y sociedades de conocimiento, creativas, autónomas y
solidarias. Eso entiendo que es el Reino de Dios en y con nosotros;
pues la búsqueda del conocimiento, el despliegue de la creatividad,
la conquista de la libertad y autonomía, y el desarrollo de la
solidaridad, no solamente nos acercan a Dios y nos hacen mejores
imágenes suyas, más semejantes a Él, sino que también todo eso lo
hacemos en unión con Dios. O mejor dicho, es Dios que opera en
nosotros. Diría que esto es lo que nos compete hacer como
cristianos en la economía, en la política, en la cultura, en la
ciencia. Y este es el camino que nos conduce, pienso yo, a la unión
con Dios.
4.-
Un cuarto proceso que parece indispensable para que el cristianismo
recupere y renueve su vigencia en el mundo,
sería avanzar decididamente hacia la unión ecuménica de
las Iglesias cristianas, así como también desarrollar la
comunicación y el diálogo con otras religiones y
espiritualidades.
La
unidad entre las primeras comunidades cristianas fue una preocupación
constante, casi obsesiva, de Pablo, así como lo fue el
esfuerzo permanente por dialogar con los judíos, los griegos, los
romanos. Insistió que los cristianos procedentes del judaísmo
y los que venían de las culturas griegas y romanas (gentiles) eran
una sola Iglesia. Las divisiones entre las comunidades por él mismo
fundadas lo indignaban, y batalló contra las disensiones en la
comunidad de Corinto. Insistía en que la diversidad de carismas
no implica división alguna, y por eso pregunta: “¿Acaso
está dividido Cristo?”, e insiste en que todos los dones
y carismas proceden del mismo y único Espíritu y que, en
consecuencia, no caben divisiones en la comunidad, porque así como
en el cuerpo humano todos los miembros son un cuerpo único, así
también en el cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia.
Hoy,
más que nunca es preciso trabajar con la idea de la “unidad en la
diversidad”, y construir comunión reconociendo las
diferencias entre las Iglesias y entre las religiones, que han
de entenderse como caminos distintos hacia la unidad e integración
del género humano en camino hacia Dios.
5.-
Un quinto proceso necesario consiste en la recuperación del
sentido de la santidad como objetivo de la vida cristiana. Es sabido
que a lo largo de la historia, en todas las grandes crisis que ha
vivido el cristianismo, la superación y reimpulso ha estado
acompañada, o ha sido generada, por hombres y mujeres de
extraordinaria fuerza espiritual, muchos de los cuales fueron
posteriormente reconocidos como santos. Lo pongo al final, pero es
tal vez el primero de los procesos necesarios, puesto que la
espiritualidad y santidad son lo único que en realidad puede
proporcionar la fuerza indispensable para realizar los cuatro
procesos anteriores. Es necesario que en las comunidades cristianas
surjan hombres y mujeres santos, de profunda, fuerte y consistente
vida espiritual.
Las
Iglesias veneran a sus santos. Siempre los ha habido, y han surgido
especialmente en los tiempos más difíciles y duros de la historia.
Se ha tratado, siempre, de hombres y mujeres normales, iguales a
cualquier otro, pero que se propusieron en sus vidas llegar a ser más
que lo que habían sido, y que con su empeño y con la ayuda de Dios
lo lograron. Son hombres y mujeres singulares que se distinguen por
su gran sabiduría, la pureza de alma y el compromiso existencial con
sus hermanos.
Personas
así han surgido especialmente en las épocas difíciles. Esas
personas singulares poseen carismas que corresponden a las
necesidades de la humanidad. Algunas pueden leer la mente y el
corazón de las personas; otras son capaces de sanar enfermedades; o
de anunciar el futuro y de crearlo mejor que el presente; o de atraer
multitudes con el poder de sus palabras; o de realizar obras sociales
de inmenso beneficio humanitario, aún sin contar con los medios
materiales para ejecutarlas. Poniendo en acción tales virtuosas
singularidades, esos hombres y mujeres santos son los que a lo largo
de la historia, poco a poco, van conduciendo a la humanidad entera
hacia una vida espiritual más plena y hacia el encuentro con Dios.
De
más está decir que la santidad, la espiritualidad, la búsqueda de
la unión con Dios, están en el centro de la predicación de Pablo
de Tarso. Las Iglesias debieran hoy enfatizar entre los participantes
de las comunidades cristianas el llamado espiritual a la santidad y a
la perfección, conforme al seguimiento de Jesús y a la buena nueva
del Reino de Dios y de las Bienaventuranzas.
El
cristianismo necesita hoy una buena dotación de hombres y mujeres
santos. Santos de verdad, vivos y actuando en el mundo, capaces de
generar un profundo y amplio movimiento espiritual. Por cierto,
también hay que re-formular el sentido en que hablamos de la
santidad, el significado espiritual de ésta.
Cabe
preguntarse, finalmente: ¿podrán las Iglesias cristianas actuar
estos procesos de renovación, y revertir así la crisis y decadencia
en que se encuentra? Es altamente improbable que ello ocurra por
iniciativas de las Iglesias ‘oficiales’, de las jerarquías
eclesiásticas, pues ello implicaría su propia negación. La
historia del cristianismo muestra que procesos de renovación y
cambio profundos como el que hoy se requiere han surgido desde los
márgenes de la institución eclesiástica, por personas, grupos y
comunidades movidas por el Espíritu.
Lo
que podemos esperar es que la crisis y decadencia de las Iglesias
institucionales continuará inexorablemente. Pero esa misma
decadencia implica la posibilidad de que se creen las condiciones o
pre-requisitos que harán posible una profunda renovación y
revitalización del cristianismo emergiendo desde abajo, desde los
márgenes. Procesos éstos que no ocurrirán sin la voluntad activa
de personas que las asuman como proyecto consciente, asumido con la
fuerza que sólo proporcionan la fe, la esperanza y el amor.
Luis
Razeto
El
tema de esta nota lo represento y reflexiono en profundidad en la
novela LA RELIGIÓN DEL PADRE ANSELMO, que puede
obtenerse en www.amazon.com/dp/1718152248